Nombres del Padre

Estribado sobre una grieta tectónica, escoltada por sendas placas, el suelo del África fue el fabuloso lugar del reino hominidae.


Este se esparció en manadas por las tierras que recubrían la placa oriental; el sitial donde se asentaron los fenómenos que crearon al humano.


Las interacciones entre encéfalo y habla condujeron al principal suceso antropogenético: la era del tótem y del tabú.


Las elucubraciones clásicas, realizadas con posterioridad a ese tiempo mitológico, instauraron que habría existido un intratable cuadrumano (Urvater) como dueño y señor de las féminas y en la cumbre de la horda ancestral.


Presumo que las cosas no ocurrieron de ese modo. Habrían sido las hembras las que elegían al simio que, subordinado a la especie, debía cumplir con los fines reproductivos.


La progresiva complejidad y equivocidad del lenguaje y del cerebro dio lugar a que se instituya el operador simbólico máximo de la sexualidad: el falo. Dicho valor, aunque insuficiente, reúne y resume implicancias legales indispensables para delimitar los goces y hacerlos sostenibles. 


El imaginario del conjunto gregario, así constituido, se compendia en el supuesto de la existencia de un padre falóforo pleno. 


No obstante, la dinámica Inconsciente solo admite representante para hijo: categoría aplicable si y solo si el sujeto acepta la separación y el convite exogámico.


En otras palabras, a sabiendas de que lo Real se articula parcialmente con lo Simbólico y de que -uno y otro- se recubren por lo Imaginario, a la función paterna le es inherente la falla.


Sin embargo, hay fechas para agasajarlo.


                     ¡Padres, feliz día!

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